
Ignacio ya tenía un largo recorrido. Había salido de su tierra natal, Loyola, convencido de que tenía que vivir de una manera nueva, distinta. Pasó por Manresa, donde Dios le trató como un maestro de escuela a un niño, con paciencia y cariño. Luego a Jeruslén, siguiendo las huellas de jesús. Pero se dio cuenta que había que estudiar. Y así llegó a Paris, solo y a pie, buscando, preguntándose, confiando.
En Ignacio, Fabro y Javier encontraron un amigo, un maestro. Fabro aprendió a conocerse a sí mismo, aprendió a intimar con Dios, vivió profundas aventuras interiores. Javier se resisitió al principio, pero al final se dejó conducir al encuentro con Dios y allí, desprovisto de defensas, supo seguirlo con pasión, con toda la energía que albergaba su juvenil corazón.
Los tres de Paris, tres jóvenes universitarios, aprendieron a soñar juntos en un mundo nuevo. No se quedaron encerrados en su espacio universitario, supieron mirar más allá, mirar con perspectiva, supieron vislumbrar un Mundo más grande del que aparecía ante ellos. De Paris supieron abrirse al Mundo.
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